La carneada, esa tradición rural familiar que se va extinguiendo

Silvana Primo (57) preparó la antigua casa de campo de techos interminables y habitaciones infinitas que sus bisabuelos construyeron a principios del siglo pasado. Ya nadie la habita, pero se llenaría de voces al menos por un par de días, para albergar a los amigos y familiares que colaborarían con una carneada. Después de 18 años se reeditaría aquí esta antigua tradición de campo. Y se presagiaba como un gran acontecimiento.
Hasta décadas atrás, cada carneada se vivía como una fiesta continuada durante dos o tres días como mínimo, en muchas casas de campo. El dueño recibía el apoyo de colonos vecinos y el arduo trabajo se combinaba con partidos de truco y de bochas, además de varios asados. Era la excusa perfecta para cultivar la camaradería y generar un stock de embutidos artesanales producidos con los animales, generalmente criados en el propio campo. Al final, se repartía parte de esa manufactura.


Las familias rurales comían su propia producción de embutidos durante meses, hasta la próxima carneada.
Esa tradición no ha desaparecido en la zona rural. Pero es evidente que tiene cada vez menor intensidad.
“Yo lo aprendí de mi padre cuando era muy chico, pero ya no se lo voy a poder enseñar a mis hijos”, dice Darío S. (46), con cuchillo diestro y afilado. Con simpleza, resume el sentimiento de quien advierte cómo se va apagando esta práctica. “Hoy vive poquita gente en el campo y esto va a desaparecer en algún momento, porque a los jóvenes ya no les interesa”, argumenta.
Aquellos inviernos con carneadas en cada campo parecen más un recuerdo que una foto actual. Ahora, cuando se hacen de aquel modo familiar, ya representan un acontecimiento.
Día uno. Se matan dos cerdos, se pelan con cuchillo y agua bien caliente, se sacan las vísceras y se corta el animal en dos partes. En forma simultánea, se limpian a fondo la embutidora, la picadora de carne y varias ollas, mientras se prepara la “pieza de carnear”. Sigue el turno del desposte y del deshuesado. Al rato, la materia prima básica está lista.
Día dos. Antes de que asome el sol, empieza el trabajo en varios frentes, con la guía de Oscar Molina, que cuenta 85 años, nació “a dos leguas” de ahí y vivió 33 años como peón en ese lugar.
El pelotón de amigos debutantes, que sigue las indicaciones de los experimentados, se dedica a trozar a cuchillo la carne que se va separando por cortes. Algunos servirán para engordar los chorizos de cuero o cune, que luego se comerán hervidos.
Los mejores cortes serán para los chorizos parrilleros o los salamines: unos se comerán en pocos días y otros se dejarán estacionar más tiempo, en una habitación seca o en un sótano (un espacio típico de toda casa de campo) con el método tradicional, o en la heladera, alternativa recomendada por los más “modernos”, pero mirada de reojo por los veteranos.
Ernesto P. (61) llega temprano con su cuchillo envuelto en un repasador. “Soy nacido y criado en el campo y ahora en el pueblo”, cuenta. Opina que el éxodo de las zonas rurales a las urbanas atenta contra esta tradición: “Se ha perdido porque la gente se fue a vivir a la ciudad y quienes lo hacían tienen más de 80 años o han muerto y los jóvenes no se dedican más, ya son muy pocas las carneadas que se ven”, añora.
Afuera, en una mesa bajo los árboles, se prepara la picadora de carne. En otro rincón, se enciende el fuego para asar las costillas de los dos cerdos para el almuerzo, y un preparado de hígado, corazón y riñón para “la previa”. Los huesos son cortados para aprovechar en algún puchero. “Acá nada se tira, todo sirve”, acota Víctor Gagnolo (58), marido de Silvana e impulsor de la carneada, mientras va colocando la carne molida en un fuentón anaranjado.
“Más que el encanto de poder comer embutidos, se trata del encanto de reeditar esta costumbre de campo que se comparte con amigos”, sentencia Víctor.
La carneada, de este estilo familiar, combina dosis de esfuerzo manual con espíritu de juntada.
Aunque en esta ocasión no se hizo, se pueden separar otros cortes como jamones, bondiolas y pancetas, que llevan un proceso más simple a base de sal.
Quedará, para el cierre, la tarea que menos entusiasma: la limpieza de los varios espacios que demandó la fajina de sostener viva la tradición de la carneada.